Por. Liliana y @La_Introversion
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Poco se dice de lo mucho que le incomoda a las
mujeres heterosexuales que se les cuestione su heterosexualidad.
La heteronormatividad es un régimen político. Una jaula
mental y material que se alimenta (entre otras muchas cosas) de una
interminable sucesión de acrobacias que nos niegan como humanas a cambio de un
premio tan sórdido y vacío como la aprobación masculina. En esa jaula a las
mujeres nos toca granjearnos el afecto,
la afirmación –y con ello– el permiso de existir.
Incluso las mujeres que se creen emancipadas
(con todo y sus empleadas domésticas racializadas cuya liberación no les
interesa en lo absoluto) y van por la vida vendiendo su energía vital a cambio
de migajas, tampoco están libres de tener que ejecutar acrobacias ridículas a
cambio de aplausos misóginos. Esto es transversal a la ciencia, el arte, y por
supuesto, a la sexualidad. No puede ser de otra manera dentro de una
macrocultura masculinista. Todo es político. La neutralidad es el disfraz
favorito de la misoginia, y cada una ve los barrotes que quiere ver.
Las vueltas de esta espiral monótona giran todas alrededor del hombre y lo que ha
definido como sus necesidades porque la feminidad es eso; la servidumbre de la
masculinidad. En su infinita incompetencia mental, los hombres nos desprecian
con la misma intensidad con la que nos necesitan, e intentan ocultar esta gran
paradoja inventando mitos y borrando la historia de las mujeres con “la
historia oficial”, que además de ser occidental, es masculina.
Incluso la educación/disciplinamiento con
ínfulas de “abierta” nos sigue apretando, oprimiendo, mostrándonos lo que sí
debemos ser y lo que no. Fundamentalmente,
lo que se nos exige es ser las promotoras de nuestra propia anulación a cambio
de violencia a la que se le imputa la falsa calidad de amor y ternura.
En este contexto tan asfixiante, opinar sólo es
“conveniente” si nuestro pensamiento apoya el de ellos (sea de izquierda, derecha,
centro, arriba o abajo, siempre y cuando retroalimente su miseria y no les
contradiga).
Hay que lucir delgada y joven, y convenientemente sostener
industrias multimillonarias en el intento, para vernos como si fuéramos
producidas en serie. De hecho, la economía necesita que no nos aceptemos como
somos para que sigamos consumiendo basura en un intento cada vez más absurdo de
conseguir aprobación.
Podés “transgredir” sin salirte del corral para que ellos
puedan hacer gala de su supuesta ausencia de machismo al haber elegido a una
mujer inteligente. Hasta les gusta que te hayas liberado del mito del amor
romántico, porque piensan que entonces te va parecer fascinante su costumbre de
exigir de todo sin dar nada.
Nos imponen construirnos como complemento de la
masculinidad y a aspirar a producir esclavxs que puedan ser felizmente
explotadxs en este gran consumo interminable de mierda capitalista. ¿Cómo es
que no se entiende que sin la heteronormatividad el capitalismo colapsaría? La
sexualidad ejercida patriarcalmente refuerza todos los grandes ejes de opresión
y legitima todas las jerarquías.
Se te confronta si abandonás la nave del deber
ser[1]
y el invento histórico y socialmente construido llamado “mujer”, que la
psicología refrenda con todo su andamiaje ideológico androcéntrico. Al
renunciar a la búsqueda de aprobación masculina pasás a ser un desecho social,
un bulto que ya no sirve para adornar ni para coger. Si ese bulto inservible
está en la proximidad, se debe ocultar debajo de la alfombra, limpiarlo,
eliminarlo, porque su sola presencia te puede avergonzar ante las visitas y
hacer perder la tan deseada atención y aprobación de la “omnipotente” validación
masculina, y entonces vos, que pensás que nada tenés que ver en la perpetuación
de toda esta siniestralidad, te morís de miedo ante la posibilidad de ser
convertida en una apestada por mera asociación.
Harta razón tenía
Audre Lorde cuando dijo que “se nos ha enseñado a que veamos a
nuestras hermanas como eternas sospechosas, despiadadas rivales en la
competición por el bien escaso que son los hombres, ese trofeo fundamental sin
el cual no podemos legitimar nuestra existencia” y hemos aprendido que ese
trofeo lo vale todo, hasta la vida misma. Y que terrible es ver la vida misma reducida a tan poco. En este mercado de afectos donde mi vida vale solo por ser producto, renuncio a ser producto de consumo para machos. Prefiero que la heteronormatividad me excluya como una ameba infecciosa a tener que ir en contra de mi misma. Prefiero la autodeterminación de mi vida y de mis pensamientos y no cederlos ni construirlos alrededor de otro, de otros, de hombres a quienes no les corresponde determinar su significado y valor.
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