Compartía espacio con un compañero. Trabajo, de esos días en que hay que llegar a una hora y salir a otra, ajustarse a ciertas exigencias de protocolo y procurar sonreír porque el cliente es primero.
En este pequeño espacio se iban las horas y convivíamos muy bien, contándonos en el poco tiempo libre las enfermedades, la vida de la familia, los pequeños malestares y levantándonos el ánimo uno al otro. Fue una relación muy cordial, no profunda pero si respetuosa.
Un día llegó a nuestro espacio una cafetera. Los días fríos necesitaban asumirse con calor por dentro y la usamos generalmente para calentar agua. Hasta que se me ocurrió sacar mis tés de menjurjes que huelen a perfume caro y compartirlos. Llené el recipiente y tuvimos nuestras sendas tazas de dulce placer. Ese día hubo más sonrisas y cordialidad. El día siguiente la cafetera usada como tetera, descansó. Estaba sucia y yo no tenía la mínima intención de limpiarla. El compañero prefirió consumir cosas frías que tomar el recipiente, vaciar la basura y limpiar. Yo vi con un poco de diversión cómo suspiraba viendo la cafetera y esperando que por arte de magia apareciera limpia y pues yo, no pensaba mojarme siquiera una uña.
Antes me gustaba el feminismo de la equidad. En este, que es apenas un poquito de lo mucho que yo anhelo encontrar algún día aunque sea en otro planeta, bastaría con compartir la tarea: yo preparé el té, él podía limpiar lo usado. Terminó el primer día, el segundo, y los restos de té continuaban en el mismo sitio.
Un par de veces tuve la intención de tomar todo y limpiar. Pero no cedí. Veía la molestia que causaba ocuparse de un trasto cuando había una mujer que podía hacerlo y me divertía mucho la confusión y el desagrado.
El cuarto día fue especialmente frío y le despertó un impulso. Cuando se vio frente a la cafetera dispuesto a encenderla se enfrentó a su destino inexorable. No pareció sufrir y las dos manos le funcionaban exactamente igual que antes.
Parece exageración que uno le dedique tiempo y atención a estos detalles. Hace tiempo usaba el término micromachismo para describir esas conductas casi imperceptibles con las que nos recuerdan nuestra subalternidad. Luego entendí que el machismo no es una espora suelta, sino una cadena pesada y apretada que ciñe el entorno, una que a mi no me gusta ni acepto. Esa impotencia de ver todo tan cubierto de suciedad y tan poca disposición de cambiarlo antes me frustraba. Pero frustra cuando unx aún piensa que puede encajar. Cuando se decide la fuga ya no se acepta el intercambio del propio ser (que exige el heteropatriarcado) a cambio de nada. Ese es un momento feliz, pero implica también pérdidas.
Pérdida de gente, amistades, relaciones y lo que hasta entonces conocimos como normal. Eso es doloroso, pero es una piel infectada que es necesario raspar. Luego de un tiempo, se reconoce la alegría de encontrar o reconocer gente valiosa que no disimula con tolerancia ni apertura mental la tasa humana autoreferida y se fortalecen los lazos sanos y las amistades verdaderas. Pero ante todo se reconoce la vida propia y la alegría de construirla en términos de una misma.
En cuanto a aquel compañero, no sé si en sus relaciones personales sigue siendo tan inútil-dependiente pero no es un asunto que me incumba, ni modificarlo a él o darle una femievangelización porque estoy consciente que ese rol de maestra también es una carga obligatoria. Cada quien aprende y modifica su comportamiento si quiere, pero es difícil hacerlo si no soy consciente de que los privilegios que ostento en relación a otros y de la verticalidad violenta que eso implica. Yo lo único que hago es eliminar de mi vida ese tipo de violencias y ver que mis propios privilegios me dan tiempo de dedicarle líneas a que un macho no limpió la cafetera y no a otras cuestiones más necesarias como la lucha feminista comunitaria, esa que está en plena resistencia ante el voraz acoso del capital minero e hidroeléctrico.
En fin.
En este pequeño espacio se iban las horas y convivíamos muy bien, contándonos en el poco tiempo libre las enfermedades, la vida de la familia, los pequeños malestares y levantándonos el ánimo uno al otro. Fue una relación muy cordial, no profunda pero si respetuosa.
Un día llegó a nuestro espacio una cafetera. Los días fríos necesitaban asumirse con calor por dentro y la usamos generalmente para calentar agua. Hasta que se me ocurrió sacar mis tés de menjurjes que huelen a perfume caro y compartirlos. Llené el recipiente y tuvimos nuestras sendas tazas de dulce placer. Ese día hubo más sonrisas y cordialidad. El día siguiente la cafetera usada como tetera, descansó. Estaba sucia y yo no tenía la mínima intención de limpiarla. El compañero prefirió consumir cosas frías que tomar el recipiente, vaciar la basura y limpiar. Yo vi con un poco de diversión cómo suspiraba viendo la cafetera y esperando que por arte de magia apareciera limpia y pues yo, no pensaba mojarme siquiera una uña.
Antes me gustaba el feminismo de la equidad. En este, que es apenas un poquito de lo mucho que yo anhelo encontrar algún día aunque sea en otro planeta, bastaría con compartir la tarea: yo preparé el té, él podía limpiar lo usado. Terminó el primer día, el segundo, y los restos de té continuaban en el mismo sitio.
Un par de veces tuve la intención de tomar todo y limpiar. Pero no cedí. Veía la molestia que causaba ocuparse de un trasto cuando había una mujer que podía hacerlo y me divertía mucho la confusión y el desagrado.
El cuarto día fue especialmente frío y le despertó un impulso. Cuando se vio frente a la cafetera dispuesto a encenderla se enfrentó a su destino inexorable. No pareció sufrir y las dos manos le funcionaban exactamente igual que antes.
Parece exageración que uno le dedique tiempo y atención a estos detalles. Hace tiempo usaba el término micromachismo para describir esas conductas casi imperceptibles con las que nos recuerdan nuestra subalternidad. Luego entendí que el machismo no es una espora suelta, sino una cadena pesada y apretada que ciñe el entorno, una que a mi no me gusta ni acepto. Esa impotencia de ver todo tan cubierto de suciedad y tan poca disposición de cambiarlo antes me frustraba. Pero frustra cuando unx aún piensa que puede encajar. Cuando se decide la fuga ya no se acepta el intercambio del propio ser (que exige el heteropatriarcado) a cambio de nada. Ese es un momento feliz, pero implica también pérdidas.
Pérdida de gente, amistades, relaciones y lo que hasta entonces conocimos como normal. Eso es doloroso, pero es una piel infectada que es necesario raspar. Luego de un tiempo, se reconoce la alegría de encontrar o reconocer gente valiosa que no disimula con tolerancia ni apertura mental la tasa humana autoreferida y se fortalecen los lazos sanos y las amistades verdaderas. Pero ante todo se reconoce la vida propia y la alegría de construirla en términos de una misma.
En cuanto a aquel compañero, no sé si en sus relaciones personales sigue siendo tan inútil-dependiente pero no es un asunto que me incumba, ni modificarlo a él o darle una femievangelización porque estoy consciente que ese rol de maestra también es una carga obligatoria. Cada quien aprende y modifica su comportamiento si quiere, pero es difícil hacerlo si no soy consciente de que los privilegios que ostento en relación a otros y de la verticalidad violenta que eso implica. Yo lo único que hago es eliminar de mi vida ese tipo de violencias y ver que mis propios privilegios me dan tiempo de dedicarle líneas a que un macho no limpió la cafetera y no a otras cuestiones más necesarias como la lucha feminista comunitaria, esa que está en plena resistencia ante el voraz acoso del capital minero e hidroeléctrico.
En fin.
Comentarios
Publicar un comentario
¿Qué me dices?