Hace poco tiempo logré entender que mi percepción del mundo era distinta a la de quienes me rodean. Mis sentidos funcionan en dos modos opuestos, completamente activados o en silencio total.
Moverme entre la hipo y la hipersensibilidad es algo cotidiano. Siento demasiado frío y no tolero el calor. Puedo soportar cansancio físico extremo en algunos momentos pero no puedo lidiar con una etiqueta que raspa. Un cabello suelto sobre mi espalda resulta el equivalente a una tortura medieval, pero vivi con una hernia discal a la que no le presté atención hasta que me causó limitación de movimiento.
Así, vivo entre dos extremos sensibles.
Mi relación con mi cuerpo parte de que a veces no lo entiendo y a veces él se impone. O ella, mi cuerpa. Tampoco tiene definido un género, es ambigüe.
Y en esos reclamos que tiene, he notado la calma que me provee la presión sobre la piel.
Hace unos par de años, probando soluciones para mejorar mi calidad de sueño, conseguí una manta pesada que me ayudó a compensar mis sensaciones mientras intentaba no distinguir la lavadora que alguien ponía en un edificio cercano. Ese fue un indicio para comprender que mi búsqueda de ciertas sensaciones tenía sentido.
El último fin de semana, tras varios días de socialización y un cambio brusco que me botó los planes preconcebidos para los siguientes meses, amanecí con dolor físico. Las extremidades parecían separarse de mí. Mis músculos luchaban contra la gravedad mientras yo no quería ni moverme.
Temple Grandin fabricó una máquina que pudiera darle los abrazos mecánicos que necesitaba. Ese sábado y ese domingo, deseé tenerla de vecina o alquilarle la máquina. Necesitaba presión. Fantaseé con la idea de un robot abrazador, alguien a quien pudiera pedirle que me abrace sin más trámite, que se tumbe sobre mi, mientras lloro y me recompongo. Pero no soy inventora ni creo que el presupuesto me alcance para comprarlo, ni si existen.
Durante semanas le he dado vueltas a mis ganas de volver al dojo. Hace muchos años dejé de entrenar. El año pasado lo visité para otro tipo de entrenamiento y no quiero negar que me atrae practicar combate cuerpo a cuerpo. El lunes llame a Y. e hice la anotación en mi agenda. Quiero regalarme tres horas semanales para olvidarme que soy algo más que un cuerpo buscando la oportunidad de moverse. El ejercicio intenso suplanta mi necesidad de presión. Un deporte de contacto, con mayor razón.
Dos horas apenas he cumplido, recién intentamos un par de llaves. Hace casi 8 años que no practicaba y el entrenamiento es distinto. Al primer salto sobre el cuerpo de mi compañero, mis músculos pectorales reaccionan con un espasmo. Me recompongo, me gusta que aquí se prioriza que soy elemento que el otro necesita para practicar, mi dolor cumple su función pero no tiene más importancia de la necesaria: no estoy lesionada. Estiro, vuelvo a la práctica.
Jadeo. Mi compañero, varios años menor que yo, me recuerda que ponga atención a la respiración. Asiento. No hay jerarquía aquí. –Respirá profundo –me dice, y a partir de ahí soy "vos". No soy Liliana, ni licenciada, ni el puesto que ocupo, ni la mamá de tal, ni la ex pareja de nadie, no soy la referencia como personaje secundario. Soy la contrincante, la compañera que pone el cuerpo o acepta el peso encima, opone resistencia, esquiva, ayuda a mejorar el gancho, gira, empuja, practica.
Vamos al suelo, nos turnamos. A ratos mi compañero va sobre mi y luego es mi turno sobre él. No hay morbo, tampoco consideraciones especiales. Somos dos practicando sin más afán que el de lograr mejorar las llaves. No importa mi peinado sino el sudor detrás del cuello que hace más difícil la sujeción. No importa que sea hombre y yo mujer, los dos nos ayudamos a funcionar corporalmente. Salen las llaves, van mejorando tras cada práctica. Me siento cómoda, soy un cuerpo que suda y se mueve, no hay pensamientos, teléfono, mensajes pendientes, pena, tristeza, obligaciones. No hay contemplaciones a mi peso ni a mi figura, tampoco a la apariencia de mi colega, somos dos cuerpos nada más.
Caigo sobre mi espalda y aterrizo mal. No anticipé la caída y mi columna vibra, mi cabeza se sacude y yo siento el estrépito. Me recupero y continúo. Seguimos esta coreografía con la consideración de no tenernos consideración, porque eso sería limitarnos el aprendizaje.
Vamos al círculo final, nos despedimos inclinando los cuerpos, dándonos las manos y acercándonos para que nuestros hombros choquen. No hay beso para mi y mano para él, el saludo es el mismo, breve pero cercano.
Me gusta este lugar donde no me hacen ver distinta y donde recupero la habilidad de sujetarme a tierra. Ya no estoy luchando contra la gravedad. No importan los planes que han cambiado, volveré a este sitio cada vez que pueda, a recibir este abrazo brusco que me hace recordar que, por hoy, solo soy un cuerpo. O una cuerpa, sin género, ambigüe.
Comentarios
Publicar un comentario
¿Qué me dices?