(Primera parte)
La cosa empezó bien. Los taiwaneses le empacaron a los estadounidenses y heme acá, en el súper, atraída por una lata de color comunista que me ofrece la felicidad a cambio de veintitantos quetzales. No puedo llevar demasiado peso, pero la lata me cusquea tanto y me convence con su redondez y el recuerdo de aquél día en que las demás chicas del grupo le hicieron caras a los huevitos desconocidos y Claudia y yo les dijimos que ni probaran porque estaban horribles, mientras aguardábamos la recompensa de la travesura.
Tomo la lata, pan, atún (bendito atún), nueces y mermelada de piña. Corro. Es jueves, el teléfono está descompuesto y no puedo ir a la clase de guitarra. Mañana a esta hora, estaré en la jungla.
Viernes:
Mi cuerpo rezonga muy dentro y no quiere moverse. La alarma amenaza con ese ruido desabrido que tienen las alarmas. No hay snooze. No puedo darme el lujo. Salto de la cama. El cuerpo que quedó dentro de la caja de Schrödinger sigue durmiendo.
5:00 AM. El Calvario. Tres buses aguardan. Uno tiene pasajeros, el otro no. Opto por el primero y despido al taxista. Mis primeros Q20 me dicen adiós. Cinco minutos después una figura conocida e inesperada aborda y la siguiente hora escucharé un par de historias que ayudan a tranquilizar todos los juicios apresurados que fabriqué para este viaje. Ya no tengo miedo. Mentira, todavía tengo un poquito.
El bus tarda en moverse, en pocas horas alcanzo los "Llanos del Coyote" y me quedo sola, en medio de desconocidos que piensan lo mismo de mí. Le sonrío a la ventana. El sol ya salió y el suelo rojizo empieza a jugar con el negro de los árboles, uno tras otros: un árbol desnudo, un árbol solitario, un árbol con manos de tijera, un árbol sin cabellera, un incendio que cambió el paisaje a su manera. El suelo cubierto de carbón y las hojas rojas cubriendo el estrépito del calor que terminó dejando este paisaje insólito y bello. Bien, suele suceder.
En Sacapulas consigo desayuno en una esquina. Q8.00 por un huevo con salsa, frijoles y café. Si ustedes tienen un paladar más delicado también venden Corn Flakes.
Después de dejar Sacapulas, tomo otro bus hacia Uspantán. Aparte de los árboles, de los puentes, de los pueblos que voy encontrando, de la ventana que busco insistente, no recuerdo más. Duermo. Apenas llevo 3 buses y el día no llega a la mitad.
Un adolescente empieza a disertar sobre cuánto gana en la venta de hortalizas y cómo es de gratificante que te paguen tan bien como trabajás. Habla fuerte. Todos se conocen, trato de volverme invisible, pero no me funciona. La niebla cubre el último pueblo, bajamos corriendo, compitiendo por los asientos de este nuevo bus. Consigo uno en la última fila. Tiene ventana. Soy afortunada. Hasta acá he gastado en transporte Q40. Hace frío. Mucho. Debí traer un suéter menos liviano.
Q30 de Uspantán a Cobán. Nada se compara con esa sensación de gloria entrando a San Cristóbal. Ya pasamos "Los Chorros" y como siempre me sentí vulnerable. Tanta inmensidad esperando caerte encima, de repente y sin remedio. Bah, la vida es igual. Mis compañeros de trayecto están felices porque vemos a los "ingenieros". Espero sinceramente que su felicidad sea fundamentada. En esta parte nos ahorramos 2 horas de camino y una vuelta absurda por la capital.
12:57 Cobán. Esta tierra me hace feliz aunque me reciba con lluvia, aunque el frío se cuele por la ropa liviana e inadeacuada que traigo. Aspiro. Llegué. Tomo un receso muy significativo, sigo hasta la terminal del norte para la última parte del trayecto. Busco un bus hacia Playa Grande, ese lugar misterioso que conozco desde el otro lado y consigo, con suerte otra vez, un asiento cerca de la ventana. Me esperan las últimas 3 horas y media de viaje en transporte colectivo. Mi cuerpo se queja pero mi estado mental no lo deja. Un borracho sube unos kilómetros adelante y empieza a ofrecerme abrir y cerrar la ventana a cada dos minutos. La última vez me toca el brazo. Subo la voz para decirle que lo deje como está. Todos ven. El borracho voltea para molestar a otro pasajero.
Llegamos al "Cruce", la carretera que se divide hacia Sayaxché o hacia el otro extremo del país. El borracho se queda porque no caben más personas en el pequeño espacio. No quiere quedarse. Busca una piedra, corre detrás del bus. El chofer acelera, le devolvieron el dinero y no quieren llevarlo. Todos ríen. Llueve fuera.
Un letrero dice que llegamos a la Reserva Natural Parque Lachuá. La carretera hasta acá está en su mayoría asfaltada. En algunas partes colocan puentes y el lodo es realmente intimidante. Pero en este espacio te olvidás de todo, el verde profundo empezó, el sonido cambia, la vegetación cubre ambas orillas. Una mujer tira una bandeja de plástico por la ventana, justo debajo del letrero que pide no contaminar.
17:30 Desciendo del bus, pero les pido que esperen para verificar si puedo quedarme. Soy una miedosa en territorio desconocido. Algo decide por mi y no sé qué es. Pago Q50 y el bus me deja frente a una tienda pequeña y algunas cabañas. Es la entrada del parque. Está cerrado. Lorenzo Cornelio, el guardarecursos me atiende y me explica que cierran a las 4:00 PM. Estoy retrasada y no quieren que me pique una serpiente, explica. Pregunto por hospedaje y me calma su voz tranquila. "Algo hacemos, no se preocupe, está el albergue o las casas de los vecinos", dice. Confío.
Una hora después consigo una cabaña con dos camas, colchón de espuma, un mosquitero que cuelga del techo de lámina y una tranca. Confío en la tranca. Dejo mis cosas y busco el "restaurante", un rancho más grande en la entrada, junto al parqueo. Juan y Ale llegaron tarde también. Compartimos la cena y más tarde la fogata y la charla.
Me siento tan feliz en medio de la nada, no tengo siquiera que convivir. Genial. Me siento en el suelo, sobre el piedrín, junto a la puerta. El aire es frío. No hay nadie cerca. Soy feliz.
Esta noche duermo con el aire colándose por la ventana. Mañana despertaré con los monos aulladores susurrándome al oído. Seguro se quejan igual que yo.
La cosa empezó bien. Los taiwaneses le empacaron a los estadounidenses y heme acá, en el súper, atraída por una lata de color comunista que me ofrece la felicidad a cambio de veintitantos quetzales. No puedo llevar demasiado peso, pero la lata me cusquea tanto y me convence con su redondez y el recuerdo de aquél día en que las demás chicas del grupo le hicieron caras a los huevitos desconocidos y Claudia y yo les dijimos que ni probaran porque estaban horribles, mientras aguardábamos la recompensa de la travesura.
Tomo la lata, pan, atún (bendito atún), nueces y mermelada de piña. Corro. Es jueves, el teléfono está descompuesto y no puedo ir a la clase de guitarra. Mañana a esta hora, estaré en la jungla.
Viernes:
Mi cuerpo rezonga muy dentro y no quiere moverse. La alarma amenaza con ese ruido desabrido que tienen las alarmas. No hay snooze. No puedo darme el lujo. Salto de la cama. El cuerpo que quedó dentro de la caja de Schrödinger sigue durmiendo.
5:00 AM. El Calvario. Tres buses aguardan. Uno tiene pasajeros, el otro no. Opto por el primero y despido al taxista. Mis primeros Q20 me dicen adiós. Cinco minutos después una figura conocida e inesperada aborda y la siguiente hora escucharé un par de historias que ayudan a tranquilizar todos los juicios apresurados que fabriqué para este viaje. Ya no tengo miedo. Mentira, todavía tengo un poquito.
El bus tarda en moverse, en pocas horas alcanzo los "Llanos del Coyote" y me quedo sola, en medio de desconocidos que piensan lo mismo de mí. Le sonrío a la ventana. El sol ya salió y el suelo rojizo empieza a jugar con el negro de los árboles, uno tras otros: un árbol desnudo, un árbol solitario, un árbol con manos de tijera, un árbol sin cabellera, un incendio que cambió el paisaje a su manera. El suelo cubierto de carbón y las hojas rojas cubriendo el estrépito del calor que terminó dejando este paisaje insólito y bello. Bien, suele suceder.
En Sacapulas consigo desayuno en una esquina. Q8.00 por un huevo con salsa, frijoles y café. Si ustedes tienen un paladar más delicado también venden Corn Flakes.
Después de dejar Sacapulas, tomo otro bus hacia Uspantán. Aparte de los árboles, de los puentes, de los pueblos que voy encontrando, de la ventana que busco insistente, no recuerdo más. Duermo. Apenas llevo 3 buses y el día no llega a la mitad.
Un adolescente empieza a disertar sobre cuánto gana en la venta de hortalizas y cómo es de gratificante que te paguen tan bien como trabajás. Habla fuerte. Todos se conocen, trato de volverme invisible, pero no me funciona. La niebla cubre el último pueblo, bajamos corriendo, compitiendo por los asientos de este nuevo bus. Consigo uno en la última fila. Tiene ventana. Soy afortunada. Hasta acá he gastado en transporte Q40. Hace frío. Mucho. Debí traer un suéter menos liviano.
Q30 de Uspantán a Cobán. Nada se compara con esa sensación de gloria entrando a San Cristóbal. Ya pasamos "Los Chorros" y como siempre me sentí vulnerable. Tanta inmensidad esperando caerte encima, de repente y sin remedio. Bah, la vida es igual. Mis compañeros de trayecto están felices porque vemos a los "ingenieros". Espero sinceramente que su felicidad sea fundamentada. En esta parte nos ahorramos 2 horas de camino y una vuelta absurda por la capital.
12:57 Cobán. Esta tierra me hace feliz aunque me reciba con lluvia, aunque el frío se cuele por la ropa liviana e inadeacuada que traigo. Aspiro. Llegué. Tomo un receso muy significativo, sigo hasta la terminal del norte para la última parte del trayecto. Busco un bus hacia Playa Grande, ese lugar misterioso que conozco desde el otro lado y consigo, con suerte otra vez, un asiento cerca de la ventana. Me esperan las últimas 3 horas y media de viaje en transporte colectivo. Mi cuerpo se queja pero mi estado mental no lo deja. Un borracho sube unos kilómetros adelante y empieza a ofrecerme abrir y cerrar la ventana a cada dos minutos. La última vez me toca el brazo. Subo la voz para decirle que lo deje como está. Todos ven. El borracho voltea para molestar a otro pasajero.
Llegamos al "Cruce", la carretera que se divide hacia Sayaxché o hacia el otro extremo del país. El borracho se queda porque no caben más personas en el pequeño espacio. No quiere quedarse. Busca una piedra, corre detrás del bus. El chofer acelera, le devolvieron el dinero y no quieren llevarlo. Todos ríen. Llueve fuera.
Un letrero dice que llegamos a la Reserva Natural Parque Lachuá. La carretera hasta acá está en su mayoría asfaltada. En algunas partes colocan puentes y el lodo es realmente intimidante. Pero en este espacio te olvidás de todo, el verde profundo empezó, el sonido cambia, la vegetación cubre ambas orillas. Una mujer tira una bandeja de plástico por la ventana, justo debajo del letrero que pide no contaminar.
17:30 Desciendo del bus, pero les pido que esperen para verificar si puedo quedarme. Soy una miedosa en territorio desconocido. Algo decide por mi y no sé qué es. Pago Q50 y el bus me deja frente a una tienda pequeña y algunas cabañas. Es la entrada del parque. Está cerrado. Lorenzo Cornelio, el guardarecursos me atiende y me explica que cierran a las 4:00 PM. Estoy retrasada y no quieren que me pique una serpiente, explica. Pregunto por hospedaje y me calma su voz tranquila. "Algo hacemos, no se preocupe, está el albergue o las casas de los vecinos", dice. Confío.
Una hora después consigo una cabaña con dos camas, colchón de espuma, un mosquitero que cuelga del techo de lámina y una tranca. Confío en la tranca. Dejo mis cosas y busco el "restaurante", un rancho más grande en la entrada, junto al parqueo. Juan y Ale llegaron tarde también. Compartimos la cena y más tarde la fogata y la charla.
Me siento tan feliz en medio de la nada, no tengo siquiera que convivir. Genial. Me siento en el suelo, sobre el piedrín, junto a la puerta. El aire es frío. No hay nadie cerca. Soy feliz.
Esta noche duermo con el aire colándose por la ventana. Mañana despertaré con los monos aulladores susurrándome al oído. Seguro se quejan igual que yo.
Invitando a sacar la nariz más allá de los muros de concreto, mejor aún si es por no convivir con lo mismo... EC
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