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No te lleves la lata de huevos de codorniz a la selva, beibi


(Segunda parte)



La cabaña permaneció cerrada y guardó todos mis miedos.  Llovió la noche entera: el techo de lámina me dio un concierto exquisito. La cama fue confortable y el viento se coló un par de veces por la ventana, para recordarme que debí cargar con el sleeping.

Amanece. Oigo un lamento, hondo, grave, corto. Se repite y sonrío: saraguates (Allouata pigra).  Están en peligro de extinción como pumas, jaguares y otras especies que esta región guarda.
Dormí y soñé y el sueño fue tan importante que lo recordé por la mañana para luego olvidarlo.  Luego se volverá déja vú, es más importante este sonido pequeño, este pedazo de selva entre los oídos. Vine por él y aquí lo tengo: todo mío.




Pienso dormir hasta que se me agote el sueño, pero recuerdo que el transporte es escaso el fin de semana y que debo sacrificar tiempo por comodidad y responsabilidad (vamos, el lunes sigue viniendo).



Ale con la famosa lata.


MacGyver estaría orgulloso de mi: abrí la lata de huevos de codorniz sin abrelatas. Hay frío. Pan y mermelada, mientras en el "restaurante" preparan café "de olla".  (Tengo el propósito de tragar el café que sea porque de otra forma mi cabeza no sobrevivirá ilesa. Soy adicta a la cafeína).


"No te lleves la lata de huevos de codorniz a la selva, beibi", me digo con ironía. Lo recordaré siempre.  La lata prometía un festín infinito, el placer en pequeñas dosis llevado al extremo de lo inusual: lo comería en la selva.  Como todo lo premeditado, no funcionó.  El sabor no es bueno.  Los huevos no están mal, pero tampoco son extraordinarios.  Como sea, pueden evitar la tentación.

Comparto parte del desayuno con Ale y Juan que están aún recogiendo la tienda de campaña.  Me adelanto a la entrada. Lorenzo Cornelio me espera con su voz calmada y llena las boletas, me anima a hacer la caminata sola, lo que agradezco profundamente.

No veo el reloj (hay un tatuaje en la mano que lo lleva, que es más importante que el tiempo: el agua), inicio la caminata sintiéndome en casa y recordando a mi padre.  Muchas veces caminamos en la montaña, haciendo camino a machete, con las hojas de alfombra y el verde al lado. Siento que vuelvo a casa.

La vegetación es tan alta que la lluvia, aunque es constante, no alcanza a inundarme completa. Camino y camino y camino, cámara en mano, oídos atentos. Todo es un susurro enorme a punto de tragarme y voy dispuesta a ser engullida, buscando consumirme.

Cómete los hongos, Alicia, pienso, mientras intento enfocar la imagen.  No llevo lentes así que le apuesto al enfoque automático. Está nublado y una bolsa plástica es el estuche perfecto para mi cámara.  El peso sobre mis hombros ya es sensible, debo empacar menos la próxima vez.


 Miro al cielo y es un un agujero entre lo verde que me engulló.  No puedo hacer recuento de los pensamientos que vinieron ese día, pasaron al lado y se quedaron entre los árboles, me dejaron abandonada o los fui dejando yo.


40 minutos después encuentro el mirador, un muelle pequeño. La figura semeja el inicio de una espiral y al fondo, algo blanco, brillante.  Es el agua.  Siento un enorme círculo a punto de salirme por la garganta. Lloro.  Sentí lo mismo el día que vi a mi hija cubierta de sangre, al lado de la camilla, naciendo de mi. Grandioso, estoy asistiendo a mi nacimiento, a uno de tantos.


Cuando llené la boleta de ingreso, recuerdo mi duda ante el propósito de la visita: ¿naturaleza? ¿religión?... Este viaje es espiritual. El agua es mi elemento favorito, eso no es ninguna novedad. Me gustan los sitios que la guardan, o más bien los sitios a los que guarda el agua: el agua que se mueve, que no se detiene, que lava, que limpia, que inunda, que te arrastra y se calma, la profundidad... No soy de agua, soy agua.

No conté los minutos que me detuve en el mirador, porque tuve la suerte de estar sola, me dediqué a fotografiar, a aspirar, a oler, a hablar con el agua, a entregarme con ella en un ritual inventado.

Minutos después tomé la mochila y la cámara y retomé el camino. 400 metros más hacia las instalaciones del parque. El encargado me recibe con su sonrisa limpia y ese calor de la gente amable.  Me pregunta por qué voy sola y bromea diciendo que me van a comer los jaguares. Me da las últimas indicaciones.  En este lugar tomo la ducha fría más reconfortante que he tenido en años. Hace frío, ahora más.

Una tienda de campaña encierra a sus habitantes en medio del parque. Aparte de ellos y el guardarecursos, solo estoy yo.  Camino celular, cámara y camiseta en mano, hago un par de llamadas y me apago: me hundo en el agua: sola, estoy sola.  El agua me rodea por todos lados, las piedras y los peces pequeños que siguen sin que les estorbe. Es tibio acá dentro. La lluvia me moja la cabeza y yo la recibo y sonrío. He sonreído mucho durante este viaje.  El oleaje me empuja cada vez más fuerte, la laguna me está meciendo... sí, soy una exagerada.

Una hora después se unen Ale y Juan y consigo la primera foto mía dentro del agua. Un punto indecifrable ante la inmensidad.  Me quedo unos minutos, pero el frío cala demasiado.  Salgo del agua. Mi cuerpo se concentra en las terminaciones nerviosas que gritan cuando la toalla las roza.  No logro recuperar calor. Como, duermo y sigo con frío, hasta que Juan me presta una chumpa... sigo durmiendo.  Claro que fue espiritual, esta paz no puede interpretarse de otra manera.

El viaje de regreso es otra aventura.  Caminaré sola, tomaré fotos, escucharé un gruñido que no sé distinguir, viajaré en un bus repleto, de pie mientras los demás guardan celosos su propia comodidad.

Cobán espera para la última parte del viaje.  Película, buena charla, café, comida y compañía, no puedo pedir más.

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