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Caer

Unos días apenas tengo de volver a la moto. Una pequeña, automática, sencilla, común y práctica que me permite ir y venir. El equilibrio que necesito para no bajar los pies en los sitios en que debo frenar, la sensación de ser una con la máquina en las vueltas, aunque la velocidad sea tan limitada, el riesgo mínimo pero riesgo al fin.

El terapeuta comentó el otro día, al verme entrar con el casco, que eran demasiado peligrosas, algo con lo que él no estaba de acuerdo. Estuve a punto de responder con la frase con la que me reta: ¿y qué haría si no tuviera miedo? Pero me contuve, porque yo aún lo siento.

Mi moto apenas es un instrumento para moverme, no es un modelo grande de carretera como el que quiero tener, pero es lo que es.

Hoy, arrancándola para el último trayecto al trabajo, me caí. Entiendo que hice una estupidez y de repente estaba en la acera, con la moto en el suelo y yo a un lado frotándome el pie. Una cola terrible de carros al lado y alguien a mi espalda ofreciéndome ayudar a levantar el armatoste.  Agradecí, la levantamos. Entre todo, vivir en pueblo pequeño da la certeza de que no hay casi desconocidos y la vergüenza es exponencialmente mayor. Sonrío, sigo frotando el pie.  Me pongo de nuevo el casco y veo la expresión de dolor en los pilotos que están al lado, observándome. Contengo una gran carcajada propia, no tengo con quién burlarme de mi misma. Arranco, acelero, llego a la esquina, cruzo. Sigo riendo. Llego a la oficina, estaciono y entonces razono que estoy temblando. Tomo mi bolso, el termo de café, camino como siempre. Llego a mi escritorio, tiro las llaves en la gaveta, el bolso en la otra y me dejo caer ya por fin en la silla. Nada me duele afortunadamente pero ya no puedo contener una enorme carcajada.

Es mi forma de llorar, dice el terapeuta. Quizá es mi forma de entenderme. 

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