En una época de mi vida participé en concursos de belleza. Bueno, en uno. Ese llevo a otro y ese a otro. Fue un año alegre, a pesar de todas las estupideces que respecto a mi físico e intelecto me llevaron a sentirme como res expuesta en subasta, pero una res especial (otro día escribiré de eso).
Ir al "Salón" se volvió un acto cotidiano. Maquillaje, peinado, todo un clúster maniático de lo que se supone ser una mujer ganadora y perfecta. No sé cuánto tiempo le dediqué a rizarme las pestañas, que a la fecha siguen igual de patéticas y rebeldes. Me sentaba frente al espejo y dejaba que la experta hiciera su trabajo. Veía desde ahí, observaba. Tal vez eso era lo más divertido del asunto, mientras todos parecían enfocarse en mi, volaba fuera y observaba a los demás.
Una tarde, mientras mi pelo totalmente liso se llenaba de rizos abundantes que se elevarían después en una torre de pelos apretados haciendo erupción en la parte superior, la vi a ella. Era una mujer joven aunque más grande que yo. Me costó un poco recordar dónde la había visto, a las dos nos llevaba el bus a la universidad.
Le lavaban la cabeza en uno de esos lavamanos con agujero en el que uno se recuesta mientras le masajean el coco, una alegoría de lo que sucede con la autoimagen y el concepto de belleza. Parecía estar sin estar, como pensando algo y mientras trataba de imaginarme qué era, su vocecita un poco aguda me ayudó a descubrir el asunto:
—ya mero que no me caso. Puedo irme ahorita, agarrar un taxi y no decir nada.
—Nombre, ¿qué le pasa? —dijo la estilista— pobre el patojo
—Pero es que puedo, mire —sacó un papel del bolsillo del pantalón— aquí tengo el número de un taxi, puedo pedirle a mi hermana que me lleve dinero. Irme y no regresar, que nadie sepa a dónde me voy. Si me buscan, no me encuentran, me da tiempo de llegar lejos.
—¿Y por qué no lo pensó antes? —la estilista seguía lavándole el coco— ahora ya todo listo, su mamá, sus hermanas, su familia, imagínese, todos esperando que usted llegue. Se van a preocupar y la decepción que les va a causar. La fiesta echada a perder...
En este punto mi curiosidad ya era demasiada y el volumen de la charla llenaba el salón, así que me atreví a preguntar:
— ¿Y cuándo se va a casar?
—Hoy —respondió con angustia la vocecita— pero ya no quiero. Ya no sé si quiero. No quería. Ni sé por qué acepté. Es que para empezar aquel ni habló conmigo, todo fue con mis papás. Ellos dijeron que si, pero yo no quiero.
La mujer estaba llorando y la angustia era tanta, que en el salón hubo silencio a pesar de las secadoras.
La torre de rizos concluyó con una explosión en la que unas mechas aparentemente rebeldes salían despreocupadas coronando el espectáculo. El maquillaje de noche era perfecto y acentuado para contrastar el efecto de las luces. Salí del salón mientras la vocecita seguía ahí, esperando que alguien le diera respuestas.
No supe entonces qué fue de ella.
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